Investigadores impiden que microorganismos aceleren la descomposición del tomate
UNIVERSIDAD JAVERIANA/DICYT Envejecer no es un problema solo de vanidad. Evitar el verse y sentirse viejo y arrugado ha llevado a la ciencia a recorrer caminos interesantes y algo controvertidos. Sin embargo, cuando se trata de verduras o frutas, las preocupaciones son otras: el envejecimiento en este caso implica pensar no solo en la pudrición, sino además en los evidentes cambios del sabor, color, textura y olor, que generan gastos a los comerciantes y un sentimiento de culpa a los consumidores por “no habérselo comido antes de que se dañara”.
La historia que viene a continuación es catalogada por sus investigadores como un “azar del destino”. Se presentó cuando las condiciones del medio, el tiempo y la observación llevaron a que el agrónomo y profesor de la Pontificia Universidad Javeriana Gerardo Moreno encontrara que un hongo restringía el proceso de envejecimiento y pudrición de la uchuva. Por esas situaciones que suceden de manera eventual en el mundo de la ciencia, conocidas como serendipias, el profesor Moreno notó que estas frutas, en contacto con unas levaduras, envejecían más lentamente que las que tenía habitualmente en su casa. Ya que la uchuva no era una fruta de alto impacto económico —como sí lo era el tomate—, y debido que los dos contaban con un alto contenido de agua en su interior y una piel o cutícula similares, resolvió tratar de entender cómo preservar tomates por mayor tiempo y en buenas condiciones. Así, un día decidió dejar en su oficina un tomate que al cabo de tres semanas ni se pudría ni perdía su color. Después de observarlo por varias semanas, resolvió abrirlo y tratar de aislar los microorganismos que se encontraban en su interior. Encontró una levadura llamada Candida guilliermondii.
Las preguntas que se hizo entonces el profesor Moreno fueron: ¿es este microorganismo el que lleva a evitar el envejecimiento y la pudrición del tomate? ¿Cuál fue la interacción de la levadura con el tomate para que este se preservara? El físico Alfonso Leyva y la estudiante de doctorado Pilar Infante buscaron la respuesta utilizando herramientas como la microscopía óptica, la microscopía de fuerza atómica y la imagenología de resonancia magnética (RMI). Para conocer cómo había ingresado la levadura en el fruto sin necesidad de ser inyectada, cortaron segmentos de tomate con piel o cutícula (ver imagen), los pusieron en una caja de Petri con medio de cultivo para hongos y colocaron una gota del hongo sobre la piel del tomate. Con el microscopio óptico tradicional observaron cómo la levadura fue colonizando el fruto, atravesó el epitelio y llegó al pericarpio de forma espontánea, sin necesidad de hacer cortes en la piel, e incluso sin causarle lesiones. La levadura continuó su viaje por los espacios intercelulares sin llegar al tejido placentario ni penetrar el interior de las células.
Tomates sin arrugas
Una vez comprobaron el ingreso del hongo en el tomate, investigaron la reacción del fruto ante la presencia del microorganismo. Para esto, rociaron de nuevo unos tomates con la solución salina que contenía la levadura, y otros, que actuaron como grupo control, con solución salina sin la levadura. Luego de 25 días de haber dejado el fruto a temperatura ambiente, se puso bajo un microscopio de fuerza atómica, aparato con el cual se puede estudiar la textura.
Después de cinco horas de haber iniciado el experimento (luego de poner el tomate en contacto con la levadura o solo con la solución salina) los científicos evidenciaron rugosidad en su superficie. Esto significaba que la piel se empezaba a ver arrugada y con vértices donde se pueden depositar los microorganismos que contribuyen con su pudrición. Sin embargo, 72 horas más tarde, en los tomates expuestos a la levadura las arrugas habían disminuido o eventualmente desaparecido, respecto al grupo control, y la cutícula se encontraba lisa y sin rugosidad.
En este punto del experimento ya se podía concluir que la levadura disminuía la característica de ‘arrugamiento’ propio de la vejez del tomate. La ausencia de espacios rugosos dificulta el depósito de microorganismos patógenos en la superficie de la fruta, con lo cual disminuyen las posibilidades de pudrición. Hacía falta entender por qué la fruta no se arrugaba. Fue por esto que los investigadores resolvieron llevar el tomate a estudios de imagenología mediante un aparato de resonancia magnética, herramienta muy utilizada en el diagnóstico de problemas en humanos, con la cual lograron visualizar su interior, sin dañar el tomate, y estudiar el comportamiento del agua dentro del fruto.
El secreto puede estar en el agua
Aprovechando la alta resolución del RMI, visualizaron el tomate completo durante los 21 días del experimento, lo que les permitió describir anatómicamente el fruto e identificar cambios en sus dimensiones, mediante dos estudios que demuestran el comportamiento del agua. Uno de ellos es el análisis de la densidad de protones, que determina las variaciones en la cantidad y en la distribución del agua en el interior del fruto. El otro es un estudio de difusión para mostrar el movimiento del líquido en su interior, en el cual observaron que el pericarpio se mantenía con un buen diámetro y sin rugosidad, con el agua uniforme y correctamente distribuida tanto en el pericarpio como en el tejido placentario y que esta se movía o difundía libremente en los espacios del tomate, aunque en menor medida en el pericarpio que en la placenta. Así, comprobaron que el tomate permanecía estable, sin arrugas y que en su interior el agua mantenía su cantidad y movilidad como en un fruto joven.
Varias son las preguntas que aún están en la mesa de la investigación: ¿qué pasa si consumimos este tomate, aunque sepamos que esta levadura no enferma al ser humano? ¿Será que, en un futuro cercano, los jabones para lavarnos la cara vendrán ya acompañados por esta Cándida o sus productos metabólicos? Y con eso podríamos decir ¡ciao al botox!